"Las necesidades del ser humano son sagradas. Su satisfacción no puede estar subordinada ni a la razón de Estado, ni a ninguna consideración, ya sea de dinero, de raza, de color, ni al valor moral u otro atribuido a la persona considerada, ni a ninguna condición, cualquiera que sea".
Simone Weil, Estudio para una declaración de las obligaciones respecto al ser humano (diciembre 1942-abril 1943).
Hay decisiones políticas que no solo administran recursos o gestionan conflictos, sino que revelan una concepción moral del mundo. El desalojo de centenares de personas migradas en situación de extrema vulnerabilidad de un edificio abandonado en Badalona es una de ellas. No por la legalidad estricta del acto -siempre invocada como coartada-, sino por todo lo que deliberadamente se deja fuera: la vida concreta de las personas expulsadas, su necesidad de techo, de orientación, de acompañamiento, de reconocimiento como sujetos de dignidad.
Desalojar sin alternativa habitacional no es una política: es un acto criminal de abandono institucional. Cuando una administración pública expulsa a personas sabiendo que no tiene nada que ofrecerles a cambio, no está resolviendo un problema urbano ni garantizando derechos; está trasladando el sufrimiento a la calle, invisibilizándolo para tranquilidad de quienes no lo padecen. Es una forma de gobernar que no soluciona los conflictos, sino que los expulsa del campo visual.
Resulta especialmente inquietante que el alcalde Xavier García Albiol alardee de la operación y la presente como una “desokupación”. Un alcalde del PP, no de Vox; de los de Feijóo, no de Abascal. El término no es inocente. No describe una realidad: la encuadra ideológicamente. Equipara a personas pobres y migradas con una amenaza, las deshumaniza y las inserta en un relato de orden y limpieza que conecta con el discurso de organizaciones pseudopresariales que actúan como matones paraestatales, amedrentando a quienes no tienen otra opción que habitar espacios vacíos. Llamar “desokupación” a la expulsión de personas vulnerables es asumir, sin rubor, el lenguaje fascista del miedo, la violencia y del castigo.
Que estas personas no tengan un derecho legal sobre el inmueble en el que habitaban no elimina una verdad más profunda: tienen necesidad de cobijo. Y la necesidad, en una sociedad que se pretende democrática y decente, no puede tratarse como un delito. La ley, cuando se invoca sin ética, deja de ser justicia y se convierte en herramienta de poder. Defender la legalidad ignorando sus consecuencias humanas es una forma sofisticada de crueldad.
Todo esto ocurre, además, en vísperas del 18 de diciembre, Día Internacional de las Personas Migrantes. Una fecha pensada para reafirmar compromisos con los derechos humanos y la acogida se ve aquí anticipada por una acción que encarna exactamente lo contrario: la negación práctica de esos principios, convertidos en retórica mientras se ejecutan desalojos sin alternativa.
El problema no es solo Badalona. Bad-alona es el síntoma local de un brutalismo moral cada vez más extendido: gobernantes que presumen de dureza, que convierten la exclusión en espectáculo y el desprecio en virtud política, conscientes de que la crueldad aplicada a las y los más débiles no tiene coste electoral y a menudo incluso suma aplausos y votos.
Frente a ese malismo exhibido con orgullo, conviene reivindicar sin complejos el llamado buenismo. No como ingenuidad ni sentimentalismo, sino como realismo moral. Las sociedades que renuncian a cuidar a las personas más vulneradas acaban siendo más violentas, más inseguras y más injustas. No ignora los conflictos ni las limitaciones materiales; se niega, simplemente, a resolverlos mediante la humillación, el abandono o la crueldad institucional.
Reivindicar el buenismo es afirmar que la empatía también es una herramienta de gobierno, que acompañar no es debilidad y que proteger vidas no es un lujo ideológico, sino una obligación pública. Es apostar por políticas que combinen legalidad, derechos y humanidad, y por el coraje ético de sostener a quienes no tienen voz ni voto, incluso cuando no hay rédito inmediato.
Una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en peor situación. No por cómo protege la propiedad vacía, sino por cómo protege la vida vulnerable. Cuando un ayuntamiento expulsa a cientos de personas sin ofrecerles nada, y además se jacta de ello, no defiende la convivencia: normaliza la crueldad. Y cuando la crueldad se normaliza, deja de ser un escándalo para convertirse en programa. Eso es lo verdaderamente alarmante de Bad-alona: no solo lo que ha pasado, sino lo que anuncia.
Desalojar sin alternativa habitacional no es una política: es un acto criminal de abandono institucional. Cuando una administración pública expulsa a personas sabiendo que no tiene nada que ofrecerles a cambio, no está resolviendo un problema urbano ni garantizando derechos; está trasladando el sufrimiento a la calle, invisibilizándolo para tranquilidad de quienes no lo padecen. Es una forma de gobernar que no soluciona los conflictos, sino que los expulsa del campo visual.
Resulta especialmente inquietante que el alcalde Xavier García Albiol alardee de la operación y la presente como una “desokupación”. Un alcalde del PP, no de Vox; de los de Feijóo, no de Abascal. El término no es inocente. No describe una realidad: la encuadra ideológicamente. Equipara a personas pobres y migradas con una amenaza, las deshumaniza y las inserta en un relato de orden y limpieza que conecta con el discurso de organizaciones pseudopresariales que actúan como matones paraestatales, amedrentando a quienes no tienen otra opción que habitar espacios vacíos. Llamar “desokupación” a la expulsión de personas vulnerables es asumir, sin rubor, el lenguaje fascista del miedo, la violencia y del castigo.
Que estas personas no tengan un derecho legal sobre el inmueble en el que habitaban no elimina una verdad más profunda: tienen necesidad de cobijo. Y la necesidad, en una sociedad que se pretende democrática y decente, no puede tratarse como un delito. La ley, cuando se invoca sin ética, deja de ser justicia y se convierte en herramienta de poder. Defender la legalidad ignorando sus consecuencias humanas es una forma sofisticada de crueldad.
Todo esto ocurre, además, en vísperas del 18 de diciembre, Día Internacional de las Personas Migrantes. Una fecha pensada para reafirmar compromisos con los derechos humanos y la acogida se ve aquí anticipada por una acción que encarna exactamente lo contrario: la negación práctica de esos principios, convertidos en retórica mientras se ejecutan desalojos sin alternativa.
El problema no es solo Badalona. Bad-alona es el síntoma local de un brutalismo moral cada vez más extendido: gobernantes que presumen de dureza, que convierten la exclusión en espectáculo y el desprecio en virtud política, conscientes de que la crueldad aplicada a las y los más débiles no tiene coste electoral y a menudo incluso suma aplausos y votos.
Frente a ese malismo exhibido con orgullo, conviene reivindicar sin complejos el llamado buenismo. No como ingenuidad ni sentimentalismo, sino como realismo moral. Las sociedades que renuncian a cuidar a las personas más vulneradas acaban siendo más violentas, más inseguras y más injustas. No ignora los conflictos ni las limitaciones materiales; se niega, simplemente, a resolverlos mediante la humillación, el abandono o la crueldad institucional.
Reivindicar el buenismo es afirmar que la empatía también es una herramienta de gobierno, que acompañar no es debilidad y que proteger vidas no es un lujo ideológico, sino una obligación pública. Es apostar por políticas que combinen legalidad, derechos y humanidad, y por el coraje ético de sostener a quienes no tienen voz ni voto, incluso cuando no hay rédito inmediato.
Una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en peor situación. No por cómo protege la propiedad vacía, sino por cómo protege la vida vulnerable. Cuando un ayuntamiento expulsa a cientos de personas sin ofrecerles nada, y además se jacta de ello, no defiende la convivencia: normaliza la crueldad. Y cuando la crueldad se normaliza, deja de ser un escándalo para convertirse en programa. Eso es lo verdaderamente alarmante de Bad-alona: no solo lo que ha pasado, sino lo que anuncia.
























































