miércoles, 17 de diciembre de 2025

BAD-ALONA

          "Las necesidades del ser humano son sagradas. Su satisfacción no puede estar subordinada ni a la razón de Estado, ni a ninguna consideración, ya sea de dinero, de raza, de color, ni al valor moral u otro atribuido a la persona considerada, ni a ninguna condición, cualquiera que sea".
 
           Simone Weil, Estudio para una declaración de las obligaciones respecto al ser humano (diciembre 1942-abril 1943). 
 
 
Hay decisiones políticas que no solo administran recursos o gestionan conflictos, sino que revelan una concepción moral del mundo. El desalojo de centenares de personas migradas en situación de extrema vulnerabilidad de un edificio abandonado en Badalona es una de ellas. No por la legalidad estricta del acto -siempre invocada como coartada-, sino por todo lo que deliberadamente se deja fuera: la vida concreta de las personas expulsadas, su necesidad de techo, de orientación, de acompañamiento, de reconocimiento como sujetos de dignidad.

Desalojar sin alternativa habitacional no es una política: es un acto criminal de abandono institucional. Cuando una administración pública expulsa a personas sabiendo que no tiene nada que ofrecerles a cambio, no está resolviendo un problema urbano ni garantizando derechos; está trasladando el sufrimiento a la calle, invisibilizándolo para tranquilidad de quienes no lo padecen. Es una forma de gobernar que no soluciona los conflictos, sino que los expulsa del campo visual.

Resulta especialmente inquietante que el alcalde Xavier García Albiol alardee de la operación y la presente como una “desokupación”. Un alcalde del PP, no de Vox; de los de Feijóo, no de Abascal. El término no es inocente. No describe una realidad: la encuadra ideológicamente. Equipara a personas pobres y migradas con una amenaza, las deshumaniza y las inserta en un relato de orden y limpieza que conecta con el discurso de organizaciones pseudopresariales que actúan como matones paraestatales, amedrentando a quienes no tienen otra opción que habitar espacios vacíos. Llamar “desokupación” a la expulsión de personas vulnerables es asumir, sin rubor, el lenguaje fascista del miedo, la violencia y del castigo.

Que estas personas no tengan un derecho legal sobre el inmueble en el que habitaban no elimina una verdad más profunda: tienen necesidad de cobijo. Y la necesidad, en una sociedad que se pretende democrática y decente, no puede tratarse como un delito. La ley, cuando se invoca sin ética, deja de ser justicia y se convierte en herramienta de poder. Defender la legalidad ignorando sus consecuencias humanas es una forma sofisticada de crueldad.

Todo esto ocurre, además, en vísperas del 18 de diciembre, Día Internacional de las Personas Migrantes. Una fecha pensada para reafirmar compromisos con los derechos humanos y la acogida se ve aquí anticipada por una acción que encarna exactamente lo contrario: la negación práctica de esos principios, convertidos en retórica mientras se ejecutan desalojos sin alternativa.

El problema no es solo Badalona. Bad-alona es el síntoma local de un brutalismo moral cada vez más extendido: gobernantes que presumen de dureza, que convierten la exclusión en espectáculo y el desprecio en virtud política, conscientes de que la crueldad aplicada a las y los más débiles no tiene coste electoral y a menudo incluso suma aplausos y votos.

Frente a ese malismo exhibido con orgullo, conviene reivindicar sin complejos el llamado buenismo. No como ingenuidad ni sentimentalismo, sino como realismo moral. Las sociedades que renuncian a cuidar a las personas más vulneradas acaban siendo más violentas, más inseguras y más injustas. No ignora los conflictos ni las limitaciones materiales; se niega, simplemente, a resolverlos mediante la humillación, el abandono o la crueldad institucional.

Reivindicar el buenismo es afirmar que la empatía también es una herramienta de gobierno, que acompañar no es debilidad y que proteger vidas no es un lujo ideológico, sino una obligación pública. Es apostar por políticas que combinen legalidad, derechos y humanidad, y por el coraje ético de sostener a quienes no tienen voz ni voto, incluso cuando no hay rédito inmediato.

Una sociedad se mide por cómo trata a quienes están en peor situación. No por cómo protege la propiedad vacía, sino por cómo protege la vida vulnerable. Cuando un ayuntamiento expulsa a cientos de personas sin ofrecerles nada, y además se jacta de ello, no defiende la convivencia: normaliza la crueldad. Y cuando la crueldad se normaliza, deja de ser un escándalo para convertirse en programa. Eso es lo verdaderamente alarmante de Bad-alona: no solo lo que ha pasado, sino lo que anuncia. 

domingo, 14 de diciembre de 2025

Una a una en la oscuridad

Deirdre Madden
Una a una en la oscuridad
Traducción de Regina López Muñoz
Errata naturae, 2025

"Una vez, en una de aquellas salidas, paró a echar gasolina en un pueblo del condado de Fermanagh que la atrajo especialmente. Hacía una mañana luminosa y Cate recordaba flores y un ambiente de discreta prosperidad, negocios impecables, en la puerta de uno de ellos varios manojos de zanahorias con las hojas intactas. Le pareció el clásico lugar al que tantas de las personas que ella conocía en Londres desearían mudarse, y que desmentía la idea que muchos de ellos debían tener sobre la vida en Irlanda del Norte. Sin embargo, más tarde oyó por la radio la noticia de que un varón de veinte años, reservista del RUC, había muerto tiroteado en aquella misma localidad mientras trabajaba en la frutería de su padre. Y aunque no quiso pasar por allí de nuevo para regresar a casa aquella tarde, no le quedó otra. Para entonces el tiempo se había maleado y la cinta de plástico que la policía había atado a varias farolas para acordonar la zona latigueaba y se tensaba por efecto del potente viento y la lluvia. El Ejército había montado un puesto de control y estaban parando a todos los coches: fue una situación horrenda y deprimente. Pensó en el muchacho muerto y se avergonzó de la sensiblería facilona que se había adueñado de ella aquella misma mañana".


Publicada originalmente en 1997, esta es una novela profundamente íntima y, al mismo tiempo, hondamente política. Deirdre Madden sitúa su relato en Irlanda del Norte durante los años más crudos del conflicto sectario, pero evita deliberadamente el tono épico o militante que suele acompañar a las narraciones sobre The Troubles. Por el contrario, la autora elige una perspectiva doméstica, fragmentaria y silenciosa, centrada en la vida de tres hermanas -Cate, Helen y Sally Quinn- cuya historia familiar se ha visto atravesada por la violencia y la pérdida.

La novela se construye a partir de recuerdos, conversaciones y escenas cotidianas que, poco a poco, van revelando la herida central del relato: el asesinato del padre de las protagonistas, un hombre católico moderado, a manos de paramilitares protestantes. Este hecho no se presenta como un momento culminante narrado con dramatismo, sino como una presencia-ausencia constante, un vacío que organiza las vidas de las hermanas y condiciona sus decisiones, sus silencios y su manera de mirar el mundo. Deirdre Madden parece interesada menos en el acto violento en sí que en sus consecuencias a largo plazo, en cómo la violencia política se infiltra en la intimidad y transforma toda la existencia.

"Más de tres mil personas habían muerto asesinadas desde el inicio del conflicto, y todas y cada una de ellas tenían padres, maridos, esposas e hijos a los que les habían arruinado la vida. La prensa hablaba de ellos un par de días, pero en cuanto acababa el funeral era como si aquello fuese el final, cuando no era más que el principio".

La novela huye del maniqueísmo, no busca repartir culpas de forma simplista ni ofrecer una explicación totalizadora del conflicto norirlandés. Por el contrario, insiste en la ambigüedad moral, en la complejidad de las lealtades y en la dificultad de mantener una postura ética clara en un contexto donde la violencia se ha normalizado. 

Cada una de las hermanas encarna una respuesta distinta al conflicto y a la herencia familiar. Sally, la menor, permanece en Irlanda del Norte y asume un papel casi maternal, aferrándose a la tierra, a la casa y a una cierta idea de continuidad. Helen, abogada y defensora de los derechos humanos, se convierte en la voz más explícitamente crítica frente a la violencia institucional y paramilitar; su postura ética, sin embargo, no la protege del cansancio ni del desencanto. Cate, ha emigrado a Londres y representa el deseo de escapar, de vivir al margen del conflicto, aunque esa distancia geográfica no logre borrar del todo el peso del pasado. Al centrarse en las experiencias de las mujeres y en el ámbito familiar, la autora amplía el marco habitual de la narrativa política y nos recuerda que los conflictos históricos no se viven solo en las calles o en los titulares, sino en las cocinas, en las relaciones entre hermanas, en los recuerdos que se transmiten -o se callan- de generación en generación.

El estilo de Madden es sobrio, delicado y profundamente contenido. Su prosa evita el exceso emocional, pero logra una intensidad notable a través de la observación precisa y el ritmo pausado. Las escenas familiares, las conversaciones aparentemente triviales y los paisajes rurales del Ulster adquieren un valor simbólico poderoso: son espacios donde la memoria se activa y donde la historia colectiva se filtra de manera casi imperceptible. La fragmentación narrativa, con saltos temporales, recuerdos intercalados y perspectivas que se superponen, refuerza la sensación de que el pasado no es algo cerrado, sino una presencia viva que irrumpe constantemente en el presente.

Un relato que, más que explicar la violencia, se pregunta cómo se sobrevive a ella, día tras día, una por una, en la oscuridad.

Nuestra casa en el bosque

Andrea Hejlskov
Nuestra casa en el bosque
Traducción de Ilana Marx
Volcano, 2018

"Fue una época de mucho ajetreo. Había mucho que aprender. Aprender rápido. Teníamos que aprender a aceptarnos, aprender a fijar prioridades, a acostumbrarnos a las rutinas, tanto a las de las cosas prácticas como a las emocionales. Tuvimos que aprender a lidiar con muchas novedades. Tuvimos que aprender a desprogramarnos. Y tuvimos que aprender todo a partir de la experiencia, o, más exactamente, de la experiencia del fracaso. Era muy frustrante. Pero al mismo tiempo, parecía como si viviéramos en el ombligo del mundo, como si no estuviéramos en ninguna otra parte sino allí, y el mundo fuera del valle hubiera dejado de existir. Y los momentos de felicidad, ¿cómo podía valorarse esa felicidad, esa vida plena? ¿Y cómo podía comunicarse ese sentimiento a los demás? ¿Cómo honrar el hecho de que todo tiene vida: las piedras, los árboles, las montañas mismas, si uno ha sido un cínico durante toda su vida?".


Andrea Hejlskov cuenta la historia de una fuga real: la de una familia, la suya, que, cansada de una vida que ya no siente como propia, decide dejarlo todo y desaparecer en un bosque sueco. La huida no nace de un arrebato romántico, sino del desgaste acumulado: la sensación de trabajar sin descanso para sostener una casa, unos horarios y una normalidad que se derrumba por dentro; la impresión de que la vida familiar se ha vuelto un territorio hostil, lleno de tensiones, pantallas, deudas y silencios. Andrea y su marido, Jeppe, sienten que están perdiendo algo esencial, que la vida moderna consume la energía que antes dedicaban a sostenerse mutuamente y cuidar de sus hijos. 

"La felicidad solo existía en verano, cuando dejábamos todo atrás y dormíamos todos juntos en la playa. Jeppe y los niños pescaban cangrejos de mar, hacíamos verduras a la brasa y comíamos sandía. La felicidad era estar fuera de casa. Entonces nos sentíamos bien. [...]
Lo cotidiano era que los niños, cuando llegaban a casa del colegio, se fueran directos a su habitación. Lo cotidiano eran las pantallas, no tener nunca suficiente dinero, nunca, nunca, nunca tener suficiente tiempo; ninguno de nosotros tenía ganas de cocinar, así que comíamos patatas fritas, nuggets de pollo y pizza congelada. En el supermercado tiraba la compra sobre la cinta de la caja como si me diera vergüenza".

Así que toman una decisión que desde fuera parece extrema: renuncian a todo lo que tenían, cargan el coche y se van al bosque, con sus cuatro criaturas, como si la frontera entre esa vida y otra posible pudiera cruzarse simplemente conduciendo.

Pero una vez allí descubren que el bosque no es un decorado idílico, sino una prueba constante. La familia se instala primero en un tipi grande, una especie de carpa que sirve de cocina y sala de estar, y utiliza la vieja cabaña cercana solo para dormir. Todo se vuelve ejercicio físico y resistencia mental: conseguir agua, mantener el fuego, sobrevivir a los mosquitos, al barro, al frío que parece no tener fin. El suelo del tipi nunca está limpio, la ropa se moja y tarda días en secarse, la humedad muerde los huesos y la comida depende de cálculos que jamás habrían tenido que considerar en su vida anterior. Allí, rodeados de árboles y silencio, Andrea y Jeppe descubren que la huida no ha eliminado sus problemas, simplemente los ha dejado sin distracciones. Las tensiones de pareja se vuelven más visibles, los niños reclaman estabilidad, y cada cual debe revisar de qué está hecho su deseo de libertad.

La autora observa la naturaleza con una mezcla de fascinación y extrañeza; describe el silencio, la nieve, la dureza material de una vida sin los apoyos invisibles del mundo moderno. El bosque no es un decorado bucólico, sino un espacio vivo que desafía constantemente al narrador: frío, distancia, soledad, carencias logísticas, desgaste físico. Y, tal vez por por eso mismo, se convierte en un escenario de revelaciones.

"Era como si el invierno se me hubiera metido por debajo de la piel, hasta los huesos, y en mi pelvis dolorida, y en mi espalda estropeada. Cuatro hijos, miles de escaleras y el trabajo esforzado allí, al aire libre, no habían pasado por mí sin dejar huella. Tenía la sensación de que me fallaba el cuerpo, precisamente en el momento en que lo necesitaba más que nunca. ¿Por qué precisamente ahora tenían que aparecer todas mis heridas, todas mis lesiones?".

En medio de esa transición incierta aparece una figura decisiva: el Capitán, un hombre solitario, un superviviente voluntario del bosque, alguien que arrastra un pasado que nunca termina de contar y que conoce el bosque con una mezcla de intuición y memoria que los recién llegados no tienen. No solo les enseña a construir, a talar árboles, a manejar herramientas y a entender la tierra; también les ofrece un modo distinto de leer el mundo, menos obsesionado con el control y más atento a lo que la naturaleza permite o no permite. Su relación con el Capitán tiene algo de aprendizaje, algo de amistad y algo de advertencia: representa lo que significa de verdad vivir fuera del sistema, con todas sus luces y sus sombras.

No es el único visitante del bosque. En cierto momento llega la hermana de Andrea, que viaja desde Canadá para pasar una temporada con la familia. Su presencia introduce un contraste inmediato: ella llega desde el mundo que Andrea ha dejado atrás, desde una vida estructurada, con techo, calefacción, horarios y comodidades. Al verla moverse por el bosque, al escuchar sus comentarios, se hace evidente lo aislado que se ha vuelto todo para ellos. Otro grupo que aparece de vez en cuando son los lufares, jóvenes nómadas que recorren los bosques sin rumbo fijo. No viven exactamente como la familia, que intenta asentarse y construir un hogar, sino que se mueven de aquí para allá, acampan donde les da la gana, sobreviven con lo mínimo y aceptan el desorden como parte natural de su existencia. Los lufares entran y salen de la vida de la familia como figuras casi míticas: llegan sin avisar, comparten historias junto al fuego, traen una ligereza que fascina especialmente a los niños y a Jeppe. 

A medida que pasan los meses, el relato se vuelve más íntimo. Vivir en el bosque obliga a la familia a exponerse a lo esencial: el cansancio, el hambre, el miedo a no poder con todo. Nuestra casa en el bosque no es un manual para vivir fuera del sistema ni una historia sobre la superioridad moral de lo natural frente a lo urbano. Es, más bien, la crónica de una transformación que ocurre cuando una persona se atreve a desmontarlo todo con la esperanza de encontrarse a sí misma en el proceso, una conversación incómoda con los límites propios y con la vida que una se atreve a elegir.

"La vida en el bosque es realmente extraña. En verano, uno se pasa todo el tiempo preparándose para el invierno, y en invierno, todo el tiempo soñando con el verano".

Cañoneros y El Pinión

Frío (bastante), viento (mucho) y vistas grandiosas. O sea, una mañana preciosa. A las 8:05 he aparcado he aparcado en la carretera que sube desde Agüera hasta el puerto de Los Tornos y entre pista y sendero he subido hasta la loma por donde se despliega el parque eólico. A las 9:50 he pasado por el buzón de Cañoneros (1.271 m) y a las 10:47 llegaba a El Pinión (1.171 m). A las 13:15 estaba de vuelta en el coche.
 






 








Zalama.

Cañoneros.






El Pinión.

















viernes, 12 de diciembre de 2025

Sueño californiano

Exposición fotográfica de Darcy Padilla en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la UPV/EHU, en el campus de Leioa. Merece mucho la pena acercarse a verla.
 
"California alberga a la mitad de las personas sin techo de Estados Unidos. En 2022, según cifras oficiales, 115.491 personas dormían en la calle, en parques, vehículos y edificios abandonados. Algunos expertos creen que la cifra real es mucho mayor. Desde hace más de una década, California tiene la mayor población de personas sin hogar del país y desde la Gran Recesión de 2008, Darcy Padilla ha estado documentando el aumento de la pobreza y la falta de vivienda".